Martina, entre sonrisas.
Camino por la calle sola y como siempre, dándole vueltas a la cabeza. Me miro en el espejo de un escaparate. Voy tan abstraida en mis cosas, que se me ha puesto una insoportable cara de palo. Parezco enfadada con la vida. No es para menos, porque el mundo que nos han legado nuestros padres no puede ser más ramplón, interesado y arisco. Me relajo. Me observo bien. Como siga así, las arrugas provocadas por el ceño fruncido se convertirán en perennes. Arrugas por arrugas, prefiero las que se forman alrededor de la boca cuando salta la carcajada. Sonrío. Cada vez más intensamente. De la sonrisa paso a la risa. Clara, abierta, sonora. La gente me mira. Lorena está loca. Pues sí. ¿Y qué? Sonreir es gratis. Todavía. Sigo caminando. Y en las cuatro manzanas que me separan de mi casa, voy repartiendo sonrisas a desconocidos y desconocidas. Calculo haberlo hecho a unas 20 personas. Algunas, las menos, me han devuelto la sonrisa. Otras, las más, se han quedado con el asombro a cuestas y con el pie cambiado. Solamente una chica se encara conmigo y me pregunta: ¿Por qué me sonríes? Respondo: "Antes lo hacía, porque me gusta sonreir, pero ahora lo hago porque me gustas tú". Nos sentamos en las cómodas butacas del nuevo Starbucks de Travesera/Muntaner. Charlamos, tomamos un café, volvemos a sonreir, esta vez con más motivos. Con un poco de suerte, este imprevisto encuentro puede ser el comienzo de una gran amistad. Me reconcilio con este mundo ramplón, arisco e interesado. Felizmente hay cosas que nunca se comprarán con dinero.
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DaW -
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