Addio, bella!
Comprendo perfectamente a los corazones que se hartan de soñar. Me pongo en su piel. Llega un momento en que la realidad, esa cruda y cotidiana realidad de las arrugas, la cara de asco y los calcetines usados, vale más o pesa más o influye más o cuenta más que los sueños más maravillosamente fascinantes. Soñar es agotador. La utopía exige un sacrificio constante, un esfuerzo decidido en seguir escuchando los cantos de sirenas desoyendo las advertencias sensatas de que las sirenas no existen. El cuerpo impone sus reglas, sus humores y sus fluidos. Y los sueños son excesivamente etéreos para un cuerpo absolutamente esclavizado por los cinco sentidos. Lo que no se toca, no se come, no se huele, no se escucha y no se ve… eso no existe. Y si no existe..¿para qué entregar una vida por alcanzarlo? ¿Cómo lo alcanzo si no lo veo? ¿Cómo lo acaricio si no lo toco? ¿Con qué labios lo beso? ¿Con qué cuerpo lo abrazo? Al final la utopía acepta su fracaso y se rinde ante una realidad que lo absorbe todo. Cuenta la Biblia que una día, Esaú, hambriento, cambió algo etéreo, su primogenitura, por algo bien sabroso e inmediato, un plato de lentejas. La Biblia narra así el ascenso en las predilecciones divinas del astuto hermano menor, Jacob, que cambió la realidad por un sueño. Parece ser que el hambriento y realista Esaú tampoco fracasó. No alcanzó la isla de utopía, pero eso sí, montó un negocio de legumbres muy lucrativo. Que te vaya bien con el tuyo, mi amor. Yo seguiré aquí, intentado casar mis sueños con la soledad. |