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A mí no me mires:

Encarnizada amiga.

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     Y de pronto, cuando más la odias, ella te hace un guiño y te vuelve a seducir. Y mi enemiga íntima se transforma en mi encarnizada amiga. Porque hay cosas de Madrid con las que ni siquiera puede el propio Madrid. Esos bares mañaneros de churros, porras, y manteca colorá, las tabernas donde la manzanilla de Sanlúcar acaba de llegar con la marea, tablaos flamencos donde renace lo más auténtico de Camarón de la Isla, asadores vascos donde besugos y angulas te hablan en impecable euskera, marisquerías gallegas con tanta morriña, que hasta los percebes bailan muñeiras, bares donde con el vino te sirven una tapa gratis,  plazoletas para pasear y amarse al sol, en definitiva, rincones donde la ciudad desmedida se convierte en un acogedor caserón manchego, que abraza con cariño a todas las españas, a todas las europas, a todas las américas, a todos los mundos. 
     Paseo con mi alegre soledad por ese Madrid y olvido definitivamente la anterior reunión de ejecutas que no tienen ni medio polvo. Estoy sentada, como una guiri más, en la plaza de Santa Ana, para saborear una cerveza artesanal y el plato nacional madrileño, el pincho de tortilla. Me viene a la memoria aquella noche loca con Anuska, la novia de un amigo, que acabó siendo, por esa noche precisamente, novia mía. Y el recorrido que me hizo, la puñetera, por lo más popular del viejo Madrid, besándonos en bares imposibles, donde a cambio de un cigarro y un chupito de whisky, el flamenquito de turno nos cantó por bulerías, una noche de mucho, muchísimo vino, y de mucho, muchísimo amor. Al día siguiente marchó para Bolivia, porque tenia un corazón solidario y no sé mas de ella, solo que sigue allí. Pero eso sí, como todos los amores, aunque solo duren una noche, son de ida y vuelta, precisamente de aquellos paisajes de ultramar, me ha vuelto, por enésima vez, tu recuerdo, y te haces tan presente, tan cercana, tan mía, que me sacude un súbito estremecimiento mientras escribo estas notas, porque acabo de sentir que pasabas a mi lado y te perdías por Huertas, ese barrio increíble donde aún se encuentra la única gente que puede salvar a esta ciudad de sí misma.

1 comentario

Sergio -

Junto con el Madrid que mata, está el Madrid que contagia.
Has captado perfectamente los dos, y felizmente, has elegido al que vale la pena, el contagioso Madrid de las mil tabernas y otras tantas librerías, al Madrid de Cascorro y el Rastro, el castizo y el flamenco, y como una gata en celo nacida en la Villa y Corte, darías cualquier cosa por perderte por Huertas, eso sí, bien acompañada.