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A mí no me mires:

Cesar Borgia
y el caballo de Espartero.

Me recoge Julio en un Megane recién alquilado, un coche muy pret a porter, que nos llevará donde queramos, sin molestias ni apreturas.
Llegando a Zaragoza paramos a tomar café. Todavía no sé cual es el plan, si vamos a descender a los madriles o ascender a los bilbaos. Se lo digo a Julio y me castiga a pagar el desayuno por falta de imaginación.
Paramos en Logroño (no quiero rimas) y en una tienda de vinos regentada por dos hermanos, que te tratan como si te conociesen de toda la vida, Julio compra una bota y la llena de clarete de Cordovín, un pueblo riojano especialista en elaborar un rosado muy quedón. Coloca la bota en la nevera del coche y nos damos un paseo por la calle del Laurel, donde tomamos, como aperitivo, un impresionante pincho de tortilla con salsa de tomate picante. Vale la pena venir hasta aquí para probar esta delicia.
En la plaza del Espolón saco unas fotos de la estatua ecuestre del general Espartero. Tenía curiosidad por verle los atributos al caballo y comprobar si es verdad lo que se suele decir de ellos. Y la verdad es que sí, los tiene bien puestos, aunque yo me lo imaginaba más grandes.




Es en este momento cuando Julio comienza su clase de historia, pero en vez de las batallitas del Espartero, me cuenta cómo también los tenía bien puestos Cesar Borgia, el que fue hijo de un Papa, amante de su hermana, conquistador sexual, colosal guerrero y sutil gobernante, que al final, cuando murió su padre, tuvo que huir de Roma y se puso al servicio del Rey de Navarra, donde murió valerosamente en una batalla. Cesar Borgia, está enterrado al lado de la puerta principal de la catedral de Viana, un pueblo histórico navarro, situado a 5 kilómetros de Logroño. Mientras me cuenta todo esto, hemos llegado a la plaza de la iglesia.



-¿Hemos venido a ver el sepulcro del Borgia picha brava?
-No sólo a eso. Después de honrar a los muertos, vamos a saciar a los vivos.

Y entonces Julio me lleva de la manita a un restaurante llamado Borgia, de solo seis mesas, y un servicio personal y atentísimo, donde saboreamos una de las comidas más suculentas, imaginativas y apacibles que he tenido el placer de disfrutar en los últimos años.
¡Que cabrito! ¡Qué bien que me conoce!
Acabo la comida con un colocón guapo dispuesta a cantar: Asturias, patria querida.
Julio me acomloda en el coche y me responde: No cantes, duerme.
Me pego una siesta de las que hacen época. Y cuando abro el ojo, resulta que sí, estamos en Asturias.
Pero lo de Oviedo merece capítulo aparte.

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